CONTRIBUCIONES CEHA
Aún aprendo
Antonio Bonet Correa o la pasión por el conocimiento
A Monique Planes, que iluminó su vida
Antonio Bonet no pasaba desapercibido. Y no solo por su elegancia y su porte distinguido sino por la cordialidad que irradiaba a todas las personas de su entorno, desde el bedel hasta el primer ministro. En el Madrid adusto y mortecino de los años setenta, Bonet fue un soplo de aire fresco. Ya desde que entraba en la facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense, saludaba y conversaba brevemente con todo el mundo, con una empatía rara y desusada, que todavía hoy no practica la mayoría y que quienes le conocimos añoramos. No era esta su única “excentricidad” académica, pues su forma de dar clase también le distinguía y dividía a los alumnos entre devotos partidarios, como quien escribe, y firmes detractores.
Siempre viajando y siempre aprendiendo, tras una larga y fructífera temporada en México, ganó su primera cátedra en Murcia (1965) y luego en Sevilla (1967), antes de llegar a Madrid, en 1973, con una sólida experiencia universitaria y un conocimiento profundo de la vida, que se demostró esencial para su forma de entender el arte, muy ligada a la sociedad, a la cultura y a la ciudad, una de sus grandes pasiones intelectuales. Aspirante a catedrático de Literatura, como confesó a menudo, se licenció en Filosofía y Letras en Santiago de Compostela (1948), y se doctoró nueve años después en la Universidad Central de Madrid, con una tesis sobre el Barroco gallego muy alejada de la rigidez positivista y formal predominante. Entretanto, completó su formación con eminentes historiadores como Luis Vázquez de Parga y Helmut Schlunk, que le inculcaron su amor por la Edad Media y una forma abierta, multidisciplinar y desprejuiciada de mirar a la Historia, sin las anteojeras de muchos coetáneos.
Por esos mismos años (1952-1957) estudió en París, donde conoció y trató a Elie Lambert, Pierre Lavedan y André Chastel, así como a otros muchos escritores, filósofos y artistas que nunca olvidaría y cuyas enseñanzas intensificaron su interés por la Historia del Arte más allá de periodizaciones, estilos y etiquetas, sino como una ciencia necesaria para conocer la evolución del ser humano y las estructuras sociales. Cuando llegó a París, Bonet era ya un joven culto, mundano y cosmopolita, educado desde niño en el amor por el arte y la literatura y en el gusto por conversar, una disciplina difícil y nutriente que dominó a la perfección desde sus tempranas tertulias en los cafés de Compostela. La influencia de su madre, la escritora y precursora Florisel, unida al raro dinamismo intelectual de esta ciudad mágica e intemporal, que tanto le fascinaba y tan bien conocía, forjaron su personalidad vibrante y única, abonada ˗˗˗como es propio de los científicos˗˗˗ por una curiosidad infinita que le permitía ver y apreciar aquello que se oculta a los demás. París renovó su fascinación por el arte contemporáneo, que marcaría también su trayectoria como historiador y humanista, pero las enseñanzas de Lavedan le abrieron los ojos al urbanismo como disciplina de carácter intelectual y prendieron en él una llama perdurable y un fino sentido crítico ˗˗˗mezcla de intuición y de sabiduría˗˗˗ para mirar, conocer y analizar todas y cada una de las ciudades en las que vivió y por las que pasó. Observador audaz de cuanto le rodeaba, pasear con él era toda una experiencia, pues tan pronto te descubría la belleza de una perspectiva urbana como la fuerza de una arquitectura industrial o la insólita enseñanza sociológica de un escaparate de provincias, o se encaramaba a un andamio, como hicimos en Turín en 1995, para trepar hasta lo más alto de la Capilla de la Santa Sindone, recién restaurada y a punto de sucumbir, otra vez, a las llamas de un fatídico descuido. Y en cada ciudad era obligado conocer los cafés, esos referentes eclécticos y antiacadémicos, que celebraban la vida en sus tertulias y a los que dedicó Bonet ni más ni menos que su discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en 1988 [1].
Sin descuidar el arte contemporáneo, cuya historia reescribió en España, y sin olvidar sus devaneos juveniles con el medievo, Antonio Bonet se entregó sin condiciones al Barroco, entendido ˗˗˗según sus palabras˗˗˗ como “un clasicismo amplificado, enfatizado; [que] también recoge mucho del mundo medieval, y precisamente una de sus grandezas es el ser una gran síntesis de infinidad de cosas, así como su capacidad de llegar a las masas, a lo popular, de ser universal” [2]. Heterodoxo convencido, innovó también en la manera de titular sus escritos, con hallazgos tan celebrados como “Velázquez, arquitecto y decorador” (AEA, 1961), “La fiesta barroca como práctica del poder” (Diwan, 1971), Morfología y ciudad: urbanismo y arquitectura durante el Antiguo Régimen en España (Gustavo Gili, 1978) o Andalucía Barroca (Polígrafa, 1978), entre otros muchos, que fueron todo un manifiesto frente a algunos títulos de entonces, descriptivos y casi tan largos como el contenido. En sus textos, Bonet amalgamó los conocimientos adquiridos en sus viajes, en sus lecturas, en las tertulias o en una mera conversación, con otros extraídos de la experiencia vital de cada día, no sólo de las grandes ocasiones. Atento a todos los estímulos, por pequeños que fueran, apuntaba con pulcritud en su diminuta libreta ideas, datos y noticias para futuros proyectos o, simplemente, para su enriquecimiento intelectual y el de los muchos discípulos que, allá por donde iba, formaba con su inusual magisterio, compartiendo con ellos su saber y sus opiniones. Es, seguramente, esa rara e insólita generosidad intelectual la que explica la grandeza de Antonio Bonet como historiador, como pensador y como persona, tan inmensa como el vacío que nos deja su ausencia.
Fotografía de Joaquín Bérchez, 2011
Hoy, que los recuerdos vuelan más allá de las páginas de cualquiera de sus libros, quiero rememorar la pasión ˗˗˗diría que topográfica˗˗˗ con que Bonet nos enseñaba en clase el urbanismo de la Roma de Sixto V, desbordando enseguida los límites del plano proyectado en la diapositiva para guiarnos, en un recorrido imaginario, por las paredes de un aula transformada ya en viario. Mientras muchos, perplejos, se aburrían, otros viajábamos entusiasmados por una sucesión de calles invisibles, con monumentales iglesias, pero también con sofisticados escaparates como el de una famosa zapatería en el Corso, y bajábamos con don Antonio por Via del Plebiscito, dejando atrás el Gesù, para torcer hacia la plaza del Panteón y adentrarnos, por la Via Uffici del Vicario, hasta la plaza y palacio de Montecitorio, no sin antes hacer una parada obligada en la simpar heladería Giolitti, festín barroco para los sentidos que, desde entonces, no falta nunca en mis visitas a Roma. Aquel fue mi primer viaje a la Ciudad Eterna. Aquella clase marcó mi vocación por la arquitectura y mi admiración por Antonio Bonet Correa, maestro y amigo del alma, que el 22 de mayo de 2020, cuando estábamos superando la pandemia y a punto del tan deseado reencuentro, cerró definitivamente la pluma estilográfica Montblanc con la que siempre escribía.
Beatriz Blasco Esquivias
Universidad Complutense de Madrid
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[1] Los cafés históricos, Madrid: Cátedra, 2012.
[2] “Antonio Bonet Correa. La pasión por el Arte”, entrevista por Yago Barja y Beatriz Blasco. Revista Signos, suplemento cultural de El Ideal Gallego, 25 de mayo de 1988.