CONTRIBUCIONES CEHA
El síntoma y la enfermedad
La Dirección del Departamento de Historia del Arte de la UCM
Noviembre de 2022
Lo más banal y obvio, después del ataque que recibieron ayer, 5 de noviembre de 2022, las Majas de Goya en el Museo Nacional del Prado, sería condenar ese acto y utilizar para ello la categoría del vandalismo. Sin embargo, la gravedad de la situación nos impone definir el horizonte de una dimensión cuyo rango supera el ámbito académico para involucrar directamente la función del arte, de los museos en la sociedad, en nuestra sociedad mucho más allá de los debates de tik-tok, twitter y otras redes sociales.
Es muy probable que los pegajosos/as asaltantes de las Majas ignoraran que el marco al que se adhirieron tiene más de cien años. Una circunstancia relevante, pero mucho más grave nos parece que desconocieran que hace cincuenta y seis años, justo en la mañana del 4 de noviembre de 1966, hubo un acontecimiento histórico que marcó una generación entera a nivel mundial. Aquella mañana el río Arno, inundó las calles de Florencia, la bella Florencia, y con ello se llenaron de agua y lodo, museos, bibliotecas, archivos, etc.
Los que por aquel entonces tenían más o menos la misma edad que los pegajosos/as asaltantes empezaron a trasladarse a Florencia desde toda Italia, toda Europa, todo el Mundo. Preocupados porque el legado cultural de aquella ciudad se fuera a perder. Esa generación de jóvenes, muchos de ellos crecieron y se educaron en una Europa todavía asolada por las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, no dudaron en embarcarse en una empresa titánica que puso a salvo un Patrimonio cuya importancia no hace falta definir o cuantificar. O quizás sí.
Muchos de ellos, de aquellos jóvenes que vivían en un mundo todavía en blanco y negro y en el que el hombre no había pisado la Luna todavía, no tuvieron las mismas posibilidades de estudiar las obras de arte o, más sencillamente, conocer un museo que las derivadas de la actual situación de globalización. Para muchos de ellos, en el mejor de los escenarios, aquellas obras maestras eran láminas en guías turísticas o en caros libros de arte. Y, aun así, comprendieron el deber moral y ético de volcarse en salvar aquel patrimonio.
Al leer las declaraciones de los pegajosos/as asaltantes de los museos europeos, el Prado no ha sido la única víctima, transluce una similar tensión moral hacia los problemas planteados por el cambio climático y sus consecuencias. También de aquellas mismas declaraciones se desprende que el objeto artístico tiene únicamente un valor instrumental, su trascendencia cultural ya ha sido eclipsada definitivamente y relegada, por eso, a un plano absolutamente secundario: sirve como instrumento publicitario y de la peor calaña.
Pegarse a un goya es más o menos lo mismo que desplegar una pancarta en las chimeneas de una central nuclear. Y no, no es lo mismo. Se trata de un hecho trascendente que nos hace entender que la categoría de los vándalos se queda insuficiente.
No, pese a quien le pese, no son vándalos. Lo que despliegan ante la sociedad es algo mucho más contundente y grave. Es la negación absoluta y sin paliativos de que aquellas obras de arte merezcan ser salvadas.
Frente al abismo del cambio climático para ellos/as lo único que vale ya no es la destrucción, eso ya lo hacían los vándalos o más recientemente el ISIS, es la instrumentalización.
Todo vale para llamar la atención. No, no son vándalos porque saben perfectamente lo que hacen, los límites en los que se pueden mover para arriesgarse, pero no demasiado, lo justo.
No son incultos, no son incivilizados, tienen estudios, han disfrutado de una formación y de una educación como ninguna generación anterior ha tenido a lo largo de los últimos cien años, solo para tomar como punto de referencia la antigüedad de los marcos a los que se han adherido.
No se pegan al azar, eligen obras emblemáticas, verdaderos iconos de los museos o más bien Blockbuster, con ellos no valen las cautelas que permitieron salvar muchas obras de arte, por pura ignorancia, de los vándalos de la Revolución francesa de 1789.
A los Historiadores y a las Historiadoras del Arte nos preocupa, como a pocos grupos académicos y profesionales, el conjunto de cuestiones vinculadas al territorio, al medio ambiente y, por consecuencia al cambio climático.
No hay que olvidar que algunas de las intervenciones de mayor relieve en términos normativos para proteger el Patrimonio Cultural/Natural han venido de iniciativas vinculadas a nuestra disciplina. Una disciplina que es política y social como pocas, que avisó, con todas sus contradicciones y límites, de la necesidad de salvar, por ser un Patrimonio de todos, y por eso irrepetible, las costas, los mares, los paisajes, etc.
Así que, pegajosos y pegajosas, sí estamos en condición de señalaros que, pese a la bondad de vuestras preocupaciones climáticas, ese camino es superficial y equivocado. Superficial porque produce una reacción rabiosamente violenta y a la vez evanescente, sin entrar en el problema de fondo. Equivocado porque apunta a un objetivo que no es el correcto: las obras de arte, pese a su antigüedad, ya no pertenecen al pasado en el que se generaron, sino al presente y nuestra obligación es preservarlas para el futuro que tanto os/nos preocupa.
Un presente, año 2022, en el que, no lo olvidéis, los museos brindan unas posibilidades de acceso democrático como nunca había pasado anteriormente. Unos acercamientos democráticos que, no sé si habéis pensado en ello, no son ni obvios ni descontados y que por vuestros gestos podrían verse reducidos y mermados con la motivación, fácil, de limitar el acceso al arte a los que entienden su importancia.
Así que, quizás lo más grave, como ha demostrado la rápida solución que se ha dado a la intervención de los pegajosos y pegajosas por parte del Museo del Prado a estos acontecimiento de noviembre de 2022 no reside tanto en arreglar los daños a los marcos o en limpiar los cristales, sino -y sobre todo- en la manifestación de una crisis de la conciencia cultural, civil y política de nuestra sociedad que se mide -probablemente- en la distancia que separa lo de pegarse a un goya o ir, sin más ayudas que las manos y la buena voluntad, a salvar un manuscrito o una tabla pintada de las aguas del Arno en la Florencia inundada de 1966.